El tono acusatorio, pero sobre todo violento del presidente Petro contra las mujeres periodistas a quienes etiquetó de forma generalizada como “muñecas de la mafia” revela un talante misógino desconcertante. Su intolerable discurso de odio, delirante e inconexo durante el acto de posesión de Iris Marín, la primera mujer defensora del Pueblo en la historia de Colombia, lo cual es en sí mismo una enorme paradoja, exhibió grandes dosis de irrespeto hacia las libertades que se jacta de defender en su condición de figura progresista y representante político de la izquierda.

A Petro, en Chocó, se le escuchó machista, pero además con voluntad racista cuando se refirió al magistrado Gerson Chaverra Castro, primer presidente afrodescendiente de la Corte Suprema de Justicia, al que rotuló como “poco afín” a sus ideas, para a reglón seguido señalar que “no comprendía bien por qué los hombres negros pueden ser conservadores”. Intolerancia injustificable, como si el valor de las ideas dependiera del color de la piel de un ser humano o si tener una visión distinta a la suya fuera algo reprochable que pusiera en sospecha la capacidad de los demás.

Ese es el problema de fondo. Petro se equivoca al tratar de imponer su código de pensamiento, pasando por encima de los otros, recurriendo a una pretendida superioridad moral que le hace despreciar a todo aquel que le incomoda, a tal punto de sentirse validado para hostigar, agredir y censurar. Usando un lenguaje exaltado, para alinearse con el sectarismo de sus bases que se resisten a reconocer la gravedad de sus mensajes, el mandatario actúa como portavoz de la división, del resentimiento, cayendo en inadmisibles prejuicios que desdibujan su tesitura moral.

La misoginia es una forma de violencia tan o más dañina que el racismo. Provoca un dolor extremo que destroza vidas, cuando no las acaba. Que la ejerza el presidente Petro al estigmatizar a las mujeres periodistas de la nación que gobierna, a las que está obligado a proteger, es un acto de machismo institucional que nos expone a una persecución implacable. De hecho, desde que lanzó su temeraria acusación las redes sociales no han hecho más que arder contra quienes desempeñamos el oficio, reproduciendo estereotipos de género o expresiones de odio para desacreditar nuestro trabajo, exponiéndonos a nuevas formas de ataques sistémicos.

Se vanagloria el jefe de Estado de su agravio contra las mujeres periodistas, convencido que insultándolas hace lo correcto para escarmentarlas o sumar respaldos de quienes piensan como él. Petro no solo no se retracta, sino que fiel a su visión polarizante de la realidad, arrogándose la suficiencia de encasillar a unas y otras donde él estima conveniente, insiste en que las que no están al servicio de la ciudadanía, “trabajan para poderes oscuros”. Extiende el escándalo porque sabe que así acrecienta el daño, el mal que busca hacer hasta descargar en nuestra contra todo el peso sexista o misógino para silenciarnos, erosionando incluso la dignidad de nuestras familias.

Bajo ninguna circunstancia el inaceptable insulto de Gustavo Petro contra las periodistas debe ser normalizado o pasado por alto en un país en el que el machismo mata al año a 600 mujeres o en el que sus derechos siguen siendo pisoteados a diario en todos los ámbitos posibles. También porque su improperio va en contravía de una sentencia de la Corte Constitucional, la T-87 de 2023, que reconoció el patrón de violencia ejercido contra ellas y ordenaba regular la violencia digital en su contra, mediante un proyecto de ley que todavía estamos esperando. Lo recuerda la FLIP, que en un comunicado rechaza enérgicamente “el discurso estigmatizante del presidente”, no sin antes advertir que entre 2023 y 2024 ha documentado 171 agresiones contra periodistas, 43 de ellas amenazas. Y acumularemos más disparates por cuenta del jefe de Estado.

Presidente Petro, ni muñecas ni mucho menos de la mafia, tampoco esclavas. Al margen de quienes decidieran a título personal venderse al poder corruptor del dinero, hombres, mujeres e instituciones -la historia de este país es extensa en ese sentido-, las periodistas de Colombia hemos dado una pelea sin cuartel por nuestros derechos, aun siendo víctimas de las peores formas de violencia en el ejercicio de la profesión. Sabemos de sobra qué es vivir con miedo, hemos llorado a compañeros asesinados por el terrorismo, nos han censurado, acosado, llamado locas o feas, amenazado con violarnos o hasta puesto un fusil en la sien. Pero ni así hemos retrocedido frente al patriarcado político ni ante los violentos, porque la dignidad, la libertad y la verdad no se negocian ni se someten a quienes abusan de su poder para amedrentar o silenciar.

Rectifique presidente Petro, no desprecie nuestra insaciable determinación de hacer el mejor uso de la palabra libertad, aunque no le guste. Es parte del valor intrínseco de una democracia.

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